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Imagen: Sumeria. Fuente: Leick, Gwendolyn (2002) |
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El sedentarismo no es una característica novedosa de la revolución neolítica. Previamente, hubo aldeas estables allí donde los recursos silvestres, costeros o fluviales lo permitieron; pero estos recursos naturales solían ser limitados y no permitían que estas aldeas crecieran más allá del tamaño de un puñado de individuos a los que podía alimentar el hábitat.
El sedentarismo no es una característica novedosa de la revolución neolítica. Previamente, hubo aldeas estables allí donde los recursos silvestres, costeros o fluviales lo permitieron; pero estos recursos naturales solían ser limitados y no permitían que estas aldeas crecieran más allá del tamaño de un puñado de individuos a los que podía alimentar el hábitat.
Para que podamos
considerar el surgimiento del nuevo concepto de ciudad fueron necesarios varios
factores. El más importante y probablemente primero, fue el incremento de la eficiencia
energética de la agricultura mediante la invención del regadío en las tierras
fértiles, que permitió constituir aldeas cada vez más numerosas y dio lugar a la
aparición del “excedente”, con lo que surgió la posibilidad de la especialización
del trabajo, lo cual fomentó la
aparición paulatina de nuevos inventos cruciales, como la cerámica, la
rueda, la siderurgia, la vela, el remo, la doma del caballo, el carro, la
escritura o la arquitectura.
La revolución
urbana apareció en Mesopotamia alrededor del año 3000 adE, cuando surgen
sociedades complejas que están dotadas de una organización política y religiosa
y se produce una transformación ideológica, urbanística y económica que da
lugar a profesiones especializadas, como reyes, sacerdotes, escribas, juristas,
médicos, artistas, soldados, comerciantes y artesanos.
Karl Wittfogel
acuñó el término de “civilizaciones hidráulicas” para sociedades en las que la
necesidad del control del agua demandaba acciones de tipo colectivo, que
estimularon en ellas la aparición de una organización burocrática.
Con la aparición
masiva de oficios no productivos, se hizo necesario el recurso del intercambio
dentro de la comunidad, lo que dio lugar a la invención del dinero, que al
principio consistió en asignar valores estandarizados para cada uno de los
productos más usuales. Posteriormente, la necesidad de contabilizar estos
intercambios, originó la aparición de la escritura, hecha al principio con
caracteres cuneiformes sobre tablas de arcilla. Paradójicamente, la solidez del
soporte utilizado para registrar estos primeros textos, hace que el número de
documentos escritos de este tipo que aún se conservan sea mucho más numeroso
que los hechos en épocas posteriores, sobre materiales orgánicos que se
descomponen con facilidad, como papiros, pergaminos o papel.
La línea que
separa la prehistoria de la historia es la existencia de documentos escritos.
La escritura no sólo enriquece a la sociedad que la utiliza, sino que también lega
información para entender lo que entonces sucedió.
Hasta ahora, en
los grupos pequeños, la convivencia se había regido por relaciones de
parentesco, pero eso ya no era suficiente, así que hubo que crear normas a
partir de una organización política o religiosa que las imponía por la coacción
y se apropiaba, vía impuestos, del excedente producido por los campesinos.
Con las leyes y
la coacción ejercida por algunos pocos llegó la estratificación social,
gobernada por políticos sacerdotes y militares que regían la vida del colectivo
y decidían la construcción de las obras públicas: murallas, edificios públicos,
templos o palacios, dedicados a proteger la ciudad, las mismas clases gobernantes
o los dioses. No hay que olvidar un principio económico que dice que el
impuesto es siempre ejercido por coacción.
Respecto a las
murallas protectoras, su coste de construcción y defensa era proporcional al
perímetro de la ciudad, lo cual aconsejaba constreñir al máximo el área
protegida y, por tanto, hacinar en lo posible a las personas y animales que
habitaban en su interior, facilitando con esto la transmisión de enfermedades
de los animales a los humanos, que una vez más redundaba en peores condiciones
de salubridad de nuestros nuevos urbanitas frente a los antiguos
cazadores-recolectores.
En una segunda
derivada, conforme la especialización se iba haciendo más compleja y a mayor
escala, se necesitaron materiales o productos que no estaban disponibles en el
entorno cercano (el ejemplo más claro es el estaño o el cobre, necesarios para
el bronce). Por tanto, la división del trabajo hizo posible el aumento del
comercio exterior, entre diferentes economías urbanas, tanto en número de
productos como en su volumen.
Las primeras
manifestaciones de la revolución urbana tuvieron lugar en el Creciente Fértil
durante el tercer milenio adE, cuando se produjo una estructuración económica
que dio origen a que unos grupos sociales se arrogaran la propiedad privada de
la tierra y del agua y mediante la coacción extrajeran sus frutos de los
campesinos para redistribuirlos entre las clases privilegiadas de las ciudades
y el resto de las profesiones especialistas. Gracias a esto surgió la industria
especializada, como la alfarería o posteriormente la metalurgia o las nuevas obras
públicas.
La agricultura de
regadío, además de la cultura mesopotámica, entre los ríos Tigris y Éufrates, se
desarrolló en los valles del Nilo en Egipto, el Indo en India y el Amarillo en
China. La explotación se realizaba en pequeñas parcelas de terreno, con azada o
arado tirado por ganado vacuno, regido por castas dirigentes (al principio,
sacerdotes) que proyectaban las obras públicas y controlaban el aprovechamiento
del agua.
Estas sociedades
hidráulicas son la primera forma de Estado y fuente de sus conflictos. En
ellas, la apropiación de las tierras regables y el agua eran importantes, pero
también la mano de obra necesaria, lo cual dio lugar a una “necesaria” estratificación
social que la hiciera sostenible. Las nuevas propiedades privadas (señoriales) necesitaron
de una mano de obra condicionada y no especializada (siervos) que trabajasen la
tierra. En sociedades tan numerosas, los lazos de sangre ya no eran suficientes
para mantener la cohesión del colectivo y se hicieron necesarias normas que
crearan e impusiesen usos para el sometimiento de otros; los lazos familiares
se vieron sustituidos por los lazos políticos. Así, aparecieron formas de
propiedad privada y herencia que no hubieran tenido sentido en las sociedades
de cazadores-recolectores.
En las clases más
bajas, necesarias para mantener la nueva forma económica, primero fueron los
siervos, que viviendo próximos a las ciudades estaban, sobre todo, ligados a la
tierra y a la producción agrícola. En menor medida estuvieron los esclavos, con
trabajos más especializados y más ligados a la cercanía física de las clases
dirigentes. Unos y otros eran imprescindibles para el sostenimiento del statu
quo y cuando necesitabas mano de obra (si eras el que mandaba) te ibas al
pueblo de al lado, lo vencías y sometías a su gente, trayéndola a tus tierras y
haciendo que las trabajaran en condiciones de mera subsistencia. Si te tocaba
ser siervo, o esclavo, lo más seguro es que echaras de menos la vida que
llevaban tus antepasados cuando eran cazadores-recolectores.
Fuentes de la bibliografía: [1], [2], [3], [8], [12], [21].
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